Los historiadores no se ponen de acuerdo, 500 años después, sobre el punto
exacto donde tuvo lugar el desembarco, a principios de abril de 1513, de Juan
Ponce de León. Entre los más verosímiles está la costa de Ponte Vedra (así,
separado), situada en el norte de la península de Florida, muy cerca de
Jacksonville. Este lugar está muy cerca también de San Agustín (St.
Augustine para los estadounidenses), la primera ciudad del país, fundada en 1565
por los españoles. Los partidarios de esta teoría se aferran a que las últimas
coordenadas tomadas por Ponce de León antes de desembarcar eran 30º8’, lo que
coincidiría con un punto situado justo al sur de la playa de Ponte
Vedra.
Sin embargo, desde que en 1990 Douglas T. Peck reconstruyó el
recorrido de Ponce de León, siguiendo la ruta que el descubridor dejó escrita,
surgió otra alternativa. Peck concluyó que su desembarco se produjo unos 200
kilómetros más al sur, en la playa de Melbourne, en las proximidades de Cabo
Cañaveral, desde donde parten hacia el espacio las naves de la NASA.
Historiadores como el prestigioso Michael Gannon se han sumado a esta
teoría.
Las naves espaciales, incluyendo las que exploran Marte ahora, han encontrado
evidencia de que en su juventud era un planeta cálido, con ríos que desembocaban
en mares extensos. Y aquí en la Tierra hemos aprendido cómo calentar un planeta:
sólo hay que añadir gases de efecto invernadero en su atmósfera. Gran cantidad
del bióxido de carbono que calentó Marte alguna vez probablemente siga ahí, en
el suelo congelado y en los casquetes polares, junto con el agua. Todo lo que el
planeta necesita para volver a ser verde es un jardinero con un gran
presupuesto. Chris McKay, científico planetario de la NASA, dice que casi
toda la terraformación la haría la vida misma. “No construyes Marte –explica–,
sólo lo calientas y arrojas algunas semillas”. Se podrían sintetizar
perfluorocarbonos –potentes gases de efecto invernadero– a partir de elementos
presentes en el suelo y aire marcianos, para luego lanzarlos a la atmósfera; al
calentar el planeta, liberarían el CO2 congelado, que amplificaría el
calentamiento y aumentaría la presión atmosférica al punto donde el agua pudiera
fluir. Mientras tanto, los colonizadores humanos podrían sembrar una sucesión de
ecosistemas en el planeta rojo, dice James Graham, botánico de la Universidad de
Wisconsin. Primero con bacterias y líquenes, que sobreviven en la Antártida,
luego musgo y después de alrededor de un milenio, secuoyas. Sin embargo, extraer
oxígeno respirable de esos bosques podría tomar muchos milenios. Los
entusiastas como Robert Zubrin, presidente de Mars Society, aún sueñan con
ciudades marcianas; como ingeniero, Zubrin cree que la civilización no puede
prosperar sin una expansión ilimitada. A McKay sólo le parece plausible colocar
estaciones de investigación científica. “Viviremos en Marte como vivimos en la
Antártida –dice–. No hay escuelas primarias en la Antártida”. Pero piensa que lo
que aprendamos con la terraformación de Marte –posibilidad horrorosa para
algunos– nos ayudaría a administrar mejor nuestra limitada Tierra. Hay
tiempo para debatir el asunto; Marte no está en peligro inmediato.
Recientemente, una comisión designada por la Casa Blanca recomendó ir primero a
la Luna o algún asteroide y señaló que la agencia espacial no tiene presupuesto
para ir a cualquier lugar. Ni siquiera se estimó el costo de revivir un planeta
muerto.